dijous, d’abril 30, 2009

BATTIATISMO



No sé desde cuándo soy adicto a este tipo. Sé que ha ido unido a casi todo lo que me ha pasado desde que realmente -para bien y para mal- me pasan cosas. El primer disco suyo que descubrí -yo y tanta gente- fue aquel Ecos de danzas sufí grabado por algún amigo en cassette y que tanto gustaba a mi madre. Quizás ese sea el primer recuerdo. Soleados sábados por la mañana en mi habitación mientras mi madre, en la contigua cocina -y las ventanas abiertas sobre el deslunado: las sombras y las luces del inminente verano- insólitamente me pedía que subiese el volumen. De aquel disco, y después de tantos años, Sentimiento nuevo aún me sigue pareciendo la mejor invitación a la vida -el caso es que funcionó- de aquellos tiempos tan buenos como extraños.

Donde tantos vieron y ven letras absurdas yo ví versos deslumbrantes, intensas y hermosas imágenes de juventud evocadas desde el mismísimo sur, emociones y sensibilidades que quizás -sólo quizás- no existen y yo me invento. Con eso bastaría. Pero además le reconozco a Franco Battiato una suerte de magisterio moral al que recurrir de vez en cuando: en plena exaltación para acrecentarla; en bajada libre para aminorarla. Cuando ya no esté, además de quedar algo huérfanos unos cuantos, todos habremos perdido un personaje excepcional y un hombre machadianamente bueno.

Lo peor es bregar -aunque en realidad ya casi no lo hago- con los que nunca se tomaron la molestia de oírlo de verdad, con tantos que desprecian cuanto ignoran y que se quedaron con cierta sátira barata de algunas de sus canciones. Es un gesto conocido, repetido, una media sonrisa con la que se desprecia lo musical del personaje pero se le perdona la vida -a Battiato y de paso a ti mismo-, atendiendo principalmente al físico del cantante, fácil para la caricatura y la sal gruesa.

La realidad es que lleva más de cuarenta años haciendo música y reinventándose continuamente, siendo inmensamente respetado por la crítica mejor de Italia, mezclando magistralmente lo inmezclable, haciendo óperas, canciones, cine y hasta una editorial de temas esotéricos, faceta ésta última que no es de mi aprecio ni interés -volteriano que es uno-, pero que con las vueltas que da esto quién sabe si, dentro de unos años, acabaré místico perdido y leyendo esos libros vestido con un sari -y nada debajo, of course- sentado a la sombra de un olivo. Battiatista hasta el final.

Mañana mismo me compraré su último disco -Fleurs 2- para rendir tributo al maestro y para seguir con el caro y enfermizo coleccionismo que gozosamente cultivo sin posibilidad de arreglo. De momento me quedaré esta noche Aspettando l´estate, oyendo una y otra vez ese estribillo hermosa y perdidamente podrido de melancolía que tanto me gusta.

Anche se non ci sei
tu sei sempre con me
per antiche abitudini
perchè ti rivedrò
dovunque tu sia.


TO THE HAPPY FEW






divendres, d’abril 24, 2009

PRIMER RECUERDO DE ITALIA


Después de Niza, el tren retomó la marcha. Yo intenté disimular mi nerviosismo como pude y forcé una conversación que supongo inmensamente banal con mis dos compañeros de viaje. El paisaje no ofrecía demasiadas diferencias según avanzábamos, y el esplendor de la Costa Azul y del verano se mostraba intratable mirases donde mirases. Media hora después, alguien en el vagón dijo la palabra que yo hacía siglos esperaba: Ventimiglia. La perdida sensación de aquel instante quedó retratada para siempre por un joven de pelo largo y rubio que asomado a la ventana y dirigiéndose a todos y a nadie, gritó: "Ammirate il più bello paesaggio del mondo: siamo in Italia."

Siempre le agradeceré a aquel salvaje que volvía junto a su ruidosa tropa de arrasar Salou aquella inmodesta y espontánea bienvenida. Me dio el referente inolvidable -y probablemente perfecto- de un momento que un pudor absurdo por ocultar mi emoción no permitió que se quedase en mí más allá de esa anécdota.

Después San Remo, Bussana, San Lorenzo al Mare, Imperia. Una cartografía aprendida de memoria y que ahora contemplaba desde el tren. Y después Verona, al fin el pie a tierra, el albergue entre los árboles tan verdes y junto a la ciudad, las mochilas dejadas a toda prisa y que ya olían demasiado a comida y a calor, la ducha, el frescor tan agradecido del final de la tarde, la plaza con los frescos aquellos en lo alto medio deshechos por el tiempo y que tan grabados se han quedado en mí, las terrazas y la gente, la reconocida arquitectura de las fotos o los libros, los helados entre cigarro y cigarro, la sensación de plenitud o de felicidad tan intensa, y la bellísima joven aquella -belga o francesa- que antes de dormir, en el albergue, nos dio larga conversación y nos dejó clavados sus dientes tan perfectos y tan blancos en el cerebro y después -como actividad estrictamente mental- en la siempre inquieta entrepierna.


Ya que nunca volverás a ser joven como entonces,
pide a la música hoy que te devuelva a Verona,
y en cualquier esquina de esta triste ciudad
ponle un pendiente de plata a aquel lejano amor,
y olvida que perdiste otro cuerpo imposible.

Luis Antonio de Villena

dimarts, d’abril 14, 2009

PASQÜES



Estos quatre dies he omplit la casa d´amics, de mones, de música i paraules, de catxirulos i llonganisses de Pasqua, de dinars que s´han allargat durant vesprades de sol o de pluja. Ha hagut de tot. I ha estat com un homenatge a totes les Pasqües passades, a les humides plenes d´olors encara d´hivern -i racons secrets- i a les dorades pel sol des del matí a la matinada, insultantment vitals. Proclamacions variades de la primavera i a les que no vull ni puc renunciar.

Tinc units espais i dates d´una manera potser un tant insana. Fa ja molts anys, les Pasqües eren un temps que s´allargava fins a dotze o catorze dies. A la casa del Vedat estàvem tots: el meu avi es queixava de fred i mon pare apareixia amb la caixa aquella de magdalenes que es va instaurar com heterodoxa tradició d´eixes dates i que nosaltres assaltàvem furtivament i que ha esdevingut -tota la caixa- definitiva i particularment proustiana. Ara són quatre o cinc dies i dos els habitants fixos: Laia i jo. Les raons de les desercions són tan variades, comprensibles i humanes com la mateixa vida, que fa i desfà sense remei ni pietat, la molt puta.

Ni abans ni ara vam fer massa cas al supossat recolliment de les festes. De fet, la visió accidental per televisió de processons o improvisats martiris més que indiferència ens provocava un rebuig tan primari com autèntic. Vam ser educats en una Pasqua que íntegrament era una festa allunyada de tenebroses figures, de sinistres silencis o tambors, de penitències poc comprensibles. I sempre agrairé que les coses foren així.

Tinc també la sensació de que el meu cas no és poc comú. Tradicionalment, crec que la Pasqua valenciana ha estat, més que un catàleg de exhibides virtuts, una senzilla i inconscient voluntat de viure i homenatjar la vida que torna aprofitant un rerefons de pretesa religiositat. És més una imatge que evoca festives eixides al camp o a la platja, xiquets enlairant catxirulos o berenant entre rialles o mirades a la carn que desperta.

Per tot aixó, per les absències que mai tornaran i per la voluntat de continuar fent certes coses i de ser qui se és, he omplit la casa de gent, d´amors nous i vells, d´olors perduts i retrobats, de paisatges o hàbits reconeguts i irrenunciables. Tot i que bàsicament es tractava de que Laia ho passara d´allò més bé, crec que ha començat a fer i sentir algunes d´estes coses. La memòria és un necessari present que dona o pot donar sentit al futur.

dijous, d’abril 02, 2009

MEMORIAS ÓPTICAS


Más a menudo de lo que quisiera la visión de las cosas se emborrona un poco, las letras pierden algo de su nitidez y ciertos contornos parecen entrar en desbandada. Entonces sé que ha llegado el momento de volver a la óptica.

No fui un miope temprano. Quiero decir que no fui uno de esos niños que de un día para otro aparecían en clase con gafas para convertirse en objetivo y carnaza de sus compañeros. Aquellos niños apocados, a los que el necesario complemento alejaba definitivamente -salvo honrosas excepciones- del grupo de los más atrevidos o los más capullos, gente ésta que ostentaba sin duda ninguna el liderazgo inalcanzable y mítico de aquellos años.

También -en un paso más allá del dolor- estaban aquellos de lo que llamaban "el ojo vago". Tiernos infantes a los que, además del suplicio de las gafas, les caía el putadón de llevar una especie de parche en uno de sus ojos durante meses, durante años recuerdo incluso alguno. "Como un pirata", imagino que les dirían sus madres el primer día que los dejaban en la puerta del colegio de esa guisa, en un conmovedor y cariñoso intento de amortiguar el escarnio inminente que les esperaba y a los que la mística corsaria iba a servir de bien poco. "No te lo quites. Aunque se rían, ¿eh?". Y el caso es que no se lo quitaban. A pesar de la que les caía.

A mí la miopía sin corrección se me hizo insoportable alrededor de los catorce años. Como todos sabemos, una edad maravillosa y sin complejos ni bobería, definitivamente perfecta para que te arreen semejante artefacto. "Te las pones en el cine o en casa, para ver la tele", fue la frase piadosa de mi madre ante mi inicial y radical rechazo. Pero tampoco era cuestión de ir desconchando las esquinas o equivocándote continuamente de autobús. Y además yo no contaba con el placer ya casi olvidado de ver. El que lo ha probado lo sabe. Después de unos años achinando los ojos y viéndolo todo regular, llegó un día en una óptica en que me pusieron una especie de gafas de tortura a las que un señor iba añadiendo o quitando lentes en función de mis respuestas más o menos acertadas a la trampa proyectada en la pared. Cuando pareció que había dado con la cifra de mi ceguera, me invitó a salir a la calle y mirar a lo lejos cargado con tan horroroso instrumento. Lleno de vergüenza, levanté la vista y ví. Ví la plaza del Collado y me pareció Piccadilly Circus, ví la esquina de la Lonja en su perfección gótica, ví perfectamente las gárgolas y hasta me asusté, ví a la gente -mis semejantes, mis hermanos- con caras y ropas que me parecieron nuevas. Ví más cosas que el tipo de El Aleph.

Y desde entonces no he abandonado la causa. Pasé una larga temporada de lentillas -alternada con gafas en la intimidad-, destrocé mis ojos por abusar de ellas en los años salvajes, volví a las gafas a pecho descubierto, cambié de modelos que ahora lamento no haber conservado -para recordarme pero más para reírme-, sorteé la moda de la operación con láser por mi cerval terror a los facultativos, y ahora he vuelto a las lentillas de un día, que utilizo muy poco y que dejo caer en el váter con aristocrático gesto al acabar la sesión.

En la última visita a la óptica, ante mis preguntas sobre cierta y reciente lentitud de mi vista para adaptarse a los cambios rápidos de perspectiva, el óptico, pertrechado con su sanitaria y blanca bata, sonrió con suficiencia y me preguntó la edad. "Cuarenta", le dije. "Presbicia", contestó vacilón. "Me cago en tus muertos", pensé yo.

Conclusión: ahora además de miope tengo la vista cansada. Para compensar tanta ignominia visual, cuando salía de allí me acordé -otra vez- de mi abuelo. En muchas ópticas todo está revestido de tanta ridícula sofisticación, queriendo dar un aire entre hospital de lujo y moderna tienda de ropa, que no pude evitar recordar el día en que mi madre nos contó el origen de las gafas que mi abuelo llevaba. Las compraba en la plaza Redonda. Lejos de los lujosos expositores de ahora, por lo visto había un tipo que vendía gafas de manera más o menos ambulante. Dentro de una caja de cartón, el cliente buscaba y buscaba, y cuando creía haber encontrado las que quería llegaba la segunda parte. La definitiva. Imagino a mi abuelo dirigiéndose al vendedor: "¿Té vosté un diari per ahí?". Y aquél le acercaría un periódico ya algo mugriento. Y mi abuelo comprobaría que leía razonablemente, acordarían el precio y mi abuelo se volvería para casa con las gafas en el bolsillo de la camisa. Cuando mi madre nos contó esta historia, yo pensé y dije truculentamente que serían robadas. Algo escandalizada por su propio padre me desmintió enseguida: eran gafas de muertos. Definitivamente, eran otros tiempos.