dilluns, d’octubre 20, 2008

LA PLAYA QUE FUE


En algún sitio le leí a Bar Torino alguna referencia a Casa Aquilino, en Natzaret. Por eso el otro día, después de una tranquila noche oyendo caer la lluvia, nos acercamos por allí para almorzar. Bastó preguntar a un paisano y nos dio las indicaciones adecuadas, acabando con cierto tono de modesto orgullo frente a los forasteros: "Son amigos míos".

Sorprendimos al personal comiendo, en ese turno imposible de las doce o doce y media de los que han de dar de comer más tarde. Es un local muy sencillo pero amable, más restaurante modesto para familias del barrio que bar con los clásicos adosados a la barra o el asqueroso sonido de las máquinas de premio. Poco bar en definitiva.

Quería ir por allí por un par de razones. Una era cierto afán de exotismo de la propia ciudad -no sé si me entienden-; otra era ver el espacio de la playa que ya no existe. Recuerdo que Bar Torino contaba con nostalgia que allí fue donde su madre le enseñó a nadar, convirtiéndose en uno de esos escenarios que sólo perviven en la memoria. Mientras le leía eso, me vino a la cabeza algo que me contó mi abuelo.

Cuando llegaba el verano, para la chiquillería de Russafa parece que era todo un ritual enfilar el desaparecido Camí de les Moreres hasta llegar a la playa de Natzaret para bañarse. Por lo visto, durante un tiempo más o menos breve se acumularon algunas muertes de niños ahogados en aquella playa, y las madres, para evitar que fueran a nadar, les cosían a sus hijos el botón más alto de la camisa de modo que no pudieran quitárselo y así no meterse en el agua. Como manda la vida, aquéllos no sé cómo pero se las ingeniaban para burlar el obstáculo, bañarse, y regresar a casa sin rastro que revelase el engaño. Mi abuelo contaba que una de esas veces algún descuido delató la acción prohibida, y se acordaba de su madre que entre sollozos, besos y lágrimas le recriminaba una desobediencia que no era más que su terror a perderlo, algo que quizás mi abuelo sólo entendió muchos años después, y que dejaba un brillo de aguas en sus ojos azules mientras me lo contaba.

El otro día hacía una mañana húmeda y con el cielo cerrado. Después de almorzar, recorrimos entre charcos la calle Castell de Pop hasta su final mutilado. Unas grúas inmensas a las que la bruma del día daba una cualidad algo fantasmagórica marcan a lo lejos el espacio de la playa que ya no existe. Hay jardines solitarios y alguna fábrica olvidada o saqueada que acentúan la sensación de abandono, y las palmeras sorprenden por su número. Me trajeron la habitual melancolía. Hay algunas casas que enfocan al espacio vedado, unas vistas a la nada en la que han convertido todo aquello, y los gatos son los dueños de aquel tranquilo reino. Cuando volvíamos hacia el coche, me fijé en una de las palmeras. La más alta, la más vieja. Quise pensar que, en días perdidos de verano, esa palmera vio al niño que fue mi abuelo y a sus amigos corriendo desafiantes y felices hacia la playa.

6 comentaris:

Vicè ha dit...

Excel·lent Angresola

Desficium Tremens ha dit...

"Quería ir por allí por un par de razones. Una era cierto afán de exotismo de la propia ciudad -no sé si me entienden-; otra era ver el espacio de la playa que ya no existe."
Qui no el comprenga no és digne. Enhorabona, Angresola.

morena ha dit...

Conmovedor

beso

Comtessa d´Angeville ha dit...

Rehòstia què bonico tu.


Recorde els meus espais que ja no existeixen...

Forlati ha dit...

Fins fa pocs anys no vaig entendre que no és q no trobara mai la plaja de Nazaret; és q no existia. I em costava de concebre.

Gran història. Un abraç.

diafebus ha dit...

nostalgia, fútbol, seducción, literatura, mala hostia, noches en vela y al fondo junto a la barra, finta y brega, florete i sudor. Paraísos perdidos y palabras encontradas. De esas cosas estamos hechas Angresola. Gracias.