dijous, de febrer 19, 2009

LAWRENCE DURRELL Y LA PLAYA


Alrededor de mis veinte años supongo que hice muchas cosas buenas y muchas malas. Pero hubo una que reunía por igual las dos condiciones. La buena era que, enfermo de libros, caí víctima de un vitalismo intenso, casi solar, mezclado con una tenebrosa conciencia de fugacidad quizás algo insoluble con todo eso, y que acabó en una cumplida promesa conmigo mismo de gozar los privilegios de una edad que ya nunca volvería. Algo poco frecuente a esos años. Lo normal -lo realmente vital- es hacerlo, no pensarlo. El resultado fue la firme decisión de aparentar frente a mis padres la normalidad de la vida universitaria que se me suponía; la realidad fue que no aparecí por la facultad durante un par de cursos más que para asistir a determinadas fiestas. El reverso malo -y que no valoré entonces- es el reproche que ahora me dirijo por la frivolidad que todo aquello implicaba, el engaño en el que mantuve a gente muy querida y la ligereza que suponía vivir como el señorito que no era, todo a costa de la bondad o ingenuidad de mis padres y de su muy modesto bienestar conseguido a base de muchos esfuerzos.

En realidad, tampoco aquellos años fueron la madre de todas las disipaciones. Ni podría escribir el gran libro de las perversiones sin fantasear casi todo. La falta de dinero -consustancial a aquella pretendida bohemia a medida que me hice como quien encarga un traje- dieron más bien para poco. Mucho libro y mucha noche podrían ser un resumen razonable. Y un par de veranos memorables con el inter rail en el bolsillo y el mundo abriéndose al este estación tras estación: mi irreductible obsesión de aquellos años.

Los meses de mayo y junio, cuando se suponía que yo debía agotar mis horas entre estudios y exámenes, era cuando menos podía justificar mi presencia en casa de mis padres sin estar sumergido entre apuntes o libros de texto. Y eran los días y las noches en los que la presencia de los amigos resultaba más complicada, precisamente por las razones que yo despreocupadamente evitaba.

Entonces llegó la playa como una posibilidad perfecta. No como un lugar en el que tumbarse a dormir o a mironear entre baño y baño. Allí es poco cómodo leer o fumar fuera de las maravillosas horas últimas de las tardes, y nunca he resistido demasiado tiempo un sol intratable sin refugio ni treguas. Pero existían los restaurantes o merenderos que ocupaban frente al mar el espacio entre el puerto y Las Arenas, por entonces una ruina que yo quería griega, llena de recuerdos familiares y con el aprendido encanto de los templos devastados.

No existía el actual paseo marítimo, y los restaurantes acababan en la misma arena. Estaban partidos en dos por un ancho pasillo que los seccionaba a todos ellos transversalmente por su mitad más o menos exacta. Un pasillo largo cubierto por un tejado traslúcido que tamizaba una luz anaranjada y total, y desde donde, al cruzarlo entre una parte y otra del local, empezaba a vislumbrarse al fondo el mar sugestivo y preciso de todos los veranos. La atmósfera calurosa y sofocante de aquel espacio vulgar, algo destartalado, se ha quedado grabada a fuego en mí como la promesa o la inminencia de una felicidad al alcance de la mano. Como un lugar al que siempre querría volver.

Tiempos de feroz adicción a Albert Camus, de quien ya había aprendido el misterio abierto a todos de las nupcias a tres bandas del sol, del agua y del verano. Una sensualidad poética y teorizada que me resultaba muy próxima. El mejor catecismo de la primera juventud que pueda recomendarse a cualquiera. Yo llegaba cuando la gente estaba acabando de comer, averiguaba qué garito no cerraba durante la tarde, esperaba hasta poder ocupar la última mesa con sombra -la que estaba más cerca del agua y alfombrada de arena invasora sobre la que me descalzaba- y allí sólo necesité para ser inmensamente feliz, muchas tardes doradas, un libro, un paquete de tabaco y una jarra de sangría que alargaba durante horas ante el gesto cansado o directamente agrio del dueño del local.

Uno de esos meses de junio leí allí el Cuarteto de Alejandría de Lawrence Durrell, al que me había llevado de la mano Henry Miller. Desde aquí le doy las gracias. Hubo otros libros, pero el recuerdo de aquellas tardes en la playa irá siempre unido al Cuarteto. El rumor del mar y el de los bañistas va mezclado para siempre con la ciudad prodigiosa y mitificada, otro cos mortal sobre el que caminan como sombras confundidas todos los aprendices del amor o de la vida. Siempre agradeceré que su buen recuerdo vaya unido al de aquellas horas de felicidad y despreocupación. Me gustó tanto que me obsesioné con la vida y obra de Durrell, obsesión que aún mantengo como un homenaje a aquel tiempo.

Y todas las tardes se acababan. Cuando la luz menguaba hasta hacer imposible la lectura, salía de allí entre preparativos de cenas. El coche aún mantenía un calor casi insoportable. Hacia mitad de la avenida del Puerto, parado frente a cualquier semáforo, alguna ligera brisa convertía la temperatura en perfecta, reaparecían los olores agotados por tanto mar, y me confirmaban el lugar en el que quería vivir y que reconocía muy claramente como propio.

5 comentaris:

Sfrazzera ha dit...

DEU MEU QUIN POST MÉS ESPECTACULAR!!
HEM LLEVE EL BARRET, I CHAPÓ!

morena ha dit...

plas, plas, plas.....

Comtessa d´Angeville ha dit...

Eixe Cuarteto de Alejandría va ser també molt important per a mi...

morena ha dit...

Cuatro vidas entrelazadas entre sí, genial. Pasarán años y seguirá siendo actual.

moledo ha dit...

Simplemente me encantó.