dilluns, d’agost 17, 2009

LOS LIBROS Y EL VERANO


Debo a conjunciones diversas una ya antigua devoción por el verano. Escarbando en la memoria, esa preferencia no viene dada -o al menos no del todo, como yo probablemente querría- por una afinidad natural, elegida. El raro azar que rige la llegada de ciertos libros a las manos -igual que el más raro aún que rige nuestra inclusión en la extraña cofradía de los lectores- es quien condicionó en mí la asociación continua entre el verano y los libros que aún padezco.

No estoy hablando del tocho de turno que pasean por playas y residencias coyunturales aquellos que dicen no encontrar tiempo para leer durante el resto del año. Son los lectores de temporada, feliz y desdichadamente alejados de la enfermedad libresca. Cuidadosamente eligen, días antes de partir y junto a la ropa y los abalorios más adecuados, un libro preferentemente grueso, en formato rústico, del que llevan meses o incluso años oyendo hablar y deciden que llega en esos días de vacación el momento de hincarle el diente. Descubrí a ese lector de grandes ladrillos veraniegos en mi primer inter-raíl. Jóvenes mayoritariamente norteamericanos recorrían en tren Europa cargados con una enorme mochila de la que invariablemente salía, en las esperas de las estaciones o en los mismos trayectos, un tocho concienzudamente manoseado y literalmente deslomado y en el que la fotografía de Ken Follet o Stephen King animaba -es un decir- la contraportada, mientras nosotros, los enfermos, arrastrábamos libros ligeros y selectos que nos asistían en el descubrimiento inolvidable y solar de Romas o Estambules.

Yo hablo de veranos que se extendían como una línea recta y limpia durante casi tres meses, en un tiempo arcádico y dorado, hablo de una casa blanca y de una terraza que en realidad era una lanzadera espacial y temporal flanqueada por pinos como sombras tutelares. Los pies en alto, la botella de agua, la pila de libros elegidos sobre la mesa. A veces, en las tardes de poniente y como una metáfora de la felicidad, las piñas crujían por el calor abriéndose en lo alto mientras la familia observaba con escepticismo creciente tanto entusiasmo lector. Al abandonar la infancia se acoge con cierto orgullo al vástago de aficiones tales; pero al adolescente que persevera, algo cargado ya de gestos pedantes, se le empieza a recriminar tanto libro, tanto perder el tiempo, con tantas cosas por hacer y una carrera seria por terminar...

También existieron ciertos privilegios que facilitaron las cosas. La continuada posibilidad de pasar el largo verano en un mismo sitio y fuera del habitual refugio del resto del año no fue el menor de ellos. Porque de algún modo, al repetirse el escenario, sobre él se repetían las sensaciones nuevas, los gozos sin las sombras, y se teorizaba o pensaba en función de su plasmación, de su fijación para siempre sobre el entorno. Un reconocimiento tan artificioso como real, una gloriosa impostura mezclada con sol y agua que acababa por condicionar la vida: la literatura como amor más que perdurable en medio de una concreta sensación física. Y una serie de autores, cuya obra se fundía entre la emoción y el verano, fueron leídos en el lugar y el tiempo adecuados, cerrando un círculo recurrente y vital del que ni querría ni sabría salir nunca: Camus, Durrell, Villena...

Por todo eso quiero evocar y cantar ahora el verano del descubrimiento y atracón de Borges, que con su exotismo austral no dejaba de ser estival heterodoxia; el de Muñoz Molina y su prosa proustiana y hechizante; el de la iluminación de la poesía como género y como forma más alta de la literatura; el de Mujica Láinez y sus Bomarzos, escarabajos y unicornios; el de Henry Miller, que es el de Nueva York y el de los días tranquilos en un París no vivido pero añorado y que fue un grácil puente a Grecia y a los Durrell; el de los Carvalhos y las Barcelonas infinitas de Vázquez Montalbán; el del brillo de la inteligencia de Bioy Casares; el de la alegría melancólica de Bryce Echenique; el de Joan Fuster y su correspondencia inacabable y tan reveladora; el de Vargas Llosa y su mente prodigiosa hecha toda de libros; el de Robert Graves con sus reminiscencias paganas en las que encontré tanta vida; el de Robert Louis Stevenson o el de Jack London como literatura total; el de los raros, los heterodoxos, los malditos; el de García Márquez y sus ecos caribes; el de Terenci Moix y sus insuperables e inconclusas memorias; el de los libros que hablaban de Tiberio, de Alejandro Magno, de los almogávares; el del hallazgo de los partidarios de la felicidad del instante: Barral, Gil de Biedma, Goytisolo; el del deslumbramiento por Arthur Rimbaud, quizás el personaje más fascinante de la historia de la literatura; el de los diarios o los versos de José María Álvarez, que con su atractiva mezcla de reacción y culturalismo extremo pasearon conmigo en un verano extraño por las playas de Cádiz frente a la mar océana; el de Estellés, el de Cunqueiro, el de Kavafis, o el de tantos autores de un solo libro o de muchos a los que tuve el inmenso placer de destripar bajo la sombra huidiza y maternal de los árboles.

Pero entre tantos veranos y tantos libros, me quedo con el de mis catorce años. Sé que tenía esa edad porque hasta hace poco mantenía la nada original costumbre de firmar y poner la fecha en la primera página cuando me hacía con un libro, hábito que he abandonado hace algún tiempo sin saber muy bien porqué. No recuerdo cómo me enteré pero la entonces Caja de Ahorros de Valencia ofrecía -en una costumbre muy de la época, hoy en cierto desuso-, a cambio de una imposición a plazo fijo de una cantidad razonable y cuyo importe no recuerdo, veinte volúmenes de obras de Julio Verne encuadernados primorosamente: el no-va-más para mí en aquel momento. Después de dar la tabarra a mi padre durante unos días, accedió sin ofrecer demasiada resistencia (era todavía la época aquella en la que mi afición o vicio se veía con buenos ojos, casi como algo de lo que presumir). Recuerdo perfectamente la llegada a la sucursal con mi padre, el papeleo interminable, y a un tipo con bigotes saliendo finalmente de un despacho cargado con dos cajas de cartón que en realidad eran el envoltorio de un faisán en veinte trozos que me iba a durar todo el inminente verano.

Mi abuelo -el único de casa que compartía la enfermedad- se agenció unos cuantos volúmenes algo divertido con la idea de revisitar unas historias que desde hacía más de cincuenta años tenía oxidadas. Y así pasamos el verano, de Miguel Strogoff al De la Tierra a la Luna, de las Cinco Semanas en Globo a Héctor Servadac, de Un capitán de Quince Años al Viaje al Centro de la Tierra, acabando un libro y empezando con otro, comentando los muchos hallazgos y las escasas decepciones. Ni subiendo a la estación espacial viajaré tanto y tan fascinantemente como lo hice aquel verano, porque rodé el mundo entero en ochenta días y bajé a los abismos fosforescentes en un Nautilus de tapas duras y letras doradas.

De aquellos días hay una imagen que conservo intensamente y que me asalta con cierta frecuencia. Ignorando la siesta, después de comer me encerraba en una de las habitaciones de la casa para leer. Tendido en la cama, con los pies en la almohada y boca abajo, la cabeza al vacío y el libro en el suelo. Yo leía con felicidad inmensa Dos años de vacaciones, una novela de Verne de la que no tenía referencia alguna y que me gustó especialmente. Tanto que no volveré a leerla jamás. La cortina se hinchaba por el viento y tamizaba una luz dorada que inundaba por completo la estancia. Todo era perfecto y de algún modo todo todavía está, aunque ahora en la casa se oigan voces nuevas y otras ya no se escuchen. A veces, a las mismas horas, repito teatralmente la escena -la luz venturosamente es la misma- y al salir deseo encontrarme a mi abuelo sentado en la terraza con La Isla Misteriosa entre las manos y sus ganas de hablarme y divertirnos y comentar el libro, mientras algo tan fuerte como la ficción me ayuda y devasta y anula el tiempo y sus desgarros y sólo los pinos y sus verdes sombras me aferran suplicante y vencido a un espacio pasado y recobrado.

4 comentaris:

Anònim ha dit...

Jo també tinc moltes ganes de poder llegir, però no temes, sino les coses que realment m'agraden, porte un any comprant llibres que em recomana la meua germana major i el meu amic Alberto (dos menja-llibres), sense poder llegir-los (és una impossibilitat real) i els mire i remire esperant el dia que puga començar a devorar-los!, petons, Mayte

Comtessa d´Angeville ha dit...

MESTRE!!!!!!

Desficium Tremens ha dit...

L'últim paràgraf m'ha lligat un nuc a la gola. Em lleva faena de damunt, escrivint vosté certes coses.

morena ha dit...

Es usted un narrador refrescante para estos días tan calurosos.

Gracias