dimarts, de setembre 08, 2009

SUMMER´S ALMOST GONE


En el verano de 1969 yo tenía algunos meses. Fue el verano de Woodstock, del estreno de Easy Rider, de la macabra matanza que las amigas del tarado Charles Manson perpetraron en el 10050 de Cielo Drive en Beverly Hills, del fin del sueño hippie. Pero según cuentan fue sobre todo el verano de la Luna.

Hay por casa de mis padres una foto en flamante blanco y negro que muestra a un niño de diez años con calzoncillos y camiseta imperio junto a un bebé más bien gordo, los dos recostados en el almohadón de una cama. El bebé soy yo y el niño mi primo Vicentín, ahora un cincuentón en forma y que ha acabado por convertirse en el semental de la familia con sus cuatro hijos. Por orgullo de estirpe quede constancia.

La foto -según cuentan- fue tomada en la espera interminable del salto y paseo de Neil Armstrong por la Luna, en una televisión que supongo pequeña, de visión constantemente nevada y coronada por dos antenas victoriosas. Yo imagino el calor de la noche de julio, los grillos incansables, los comentarios incrédulos o entusiasmados de la familia ante el espectáculo.

Fuera de la casa, algunos pinos que han crecido conmigo respirarían con la juventud que ya no tienen. La noche sería silenciosa o tranquila y no habría coches que fuesen o viniesen con cierta absurda necesidad. Alrededor, una tierra sobre la que se sucederían los cambios para que nada cambiase y sobre la que yo andaría en veranos sucesivos un millón de veces, sobre la que rodaría en triciclo, en bicicleta, en moto, en coche.

Muchas veces, en las horas oscuras, me reprocho el apego excesivo y enfermizo a ese concreto paisaje, que por otro lado nada tiene de particular. Otras veces valoro todo eso como un patrimonio sentimental que guarda lo mejor de mí mismo, que alberga -por su mismo primitivismo- cierta pureza que la vida diaria no sabe conservar. En este verano de mis cuarenta años y que casi ya se ha ido, quizás al fin he entendido mi particular necesidad de reconocer, de fijar los referentes y la serenidad que me aportan, más allá de las valoraciones que la razón pueda hacer de todo eso.

En una noche calurosa del verano de 1969, mientras unos tipos paseaban por la Luna, un bebé más bien gordo se dormía a su luz respirando olores que se trenzarían a su médula como una unión felizmente indestructible.

1 comentari:

V Molins ha dit...

Grande Angresola y grande tu melancolía.