dimecres, de gener 20, 2010

SÁBADO



Per a Forlati, il·lustre habitant ocasional de la plaça.


Muchas mañanas de sábados, siempre que la víspera no haya sido de trueno, suelo entregarlas a otro vicio bien habitual en mí: mirar muchos libros y comprar algunos. Y en eso llevo un ritual bastante medido: voy siempre andando, sigo un cierto orden en los locales que visito, acabo comprando más bien poco y el final de fiesta lo celebro en la plaza del doctor Collado. Allí acostumbro a trasegar un par de cervezas sólo o en compañía. En cuanto al garito, no fanatizo demasiado: me da igual la terraza del F.C. Barcelona que la del bar fritanguero. Son sólo cervezas y el habitual buen tiempo hermana las mesas amorosamente.

A veces saludo a alguno de los empleados de la óptica de la esquina donde cada cierto tiempo, con comercial entusiasmo, certifican mi imparable miopía y su necesidad de renovación de instrumental. También es frecuente encontrarse a algún conocido, vecino de mesa o paseante circunstancial.
Para quedar allí con algún amigo, hay que calcular un poco la disponibilidad (hijos, amoríos en fase inicial-absorbente, posibles resacas inhabilitantes, etc.). Una vez decidido el candidato, suelo llamar hacia la mitad avanzada del periplo libresco, quedando para algo después.

Aquel día llegué antes de lo previsto y decidí dar una vuelta. Encaminándome hacia el Negrito, casi en la calle de la Purísima, entré en una pequeña librería de lance que amontonaba volúmenes columnariamente, en total disuasión clientelar. El librero —un tipo algo tímido pero agradable— se excusó alegando vagamente inventarios nunca acabados y traslados pendientes. Entre otras muchas taras, padezco la de creer que todo aquel comerciante que resulta mínimamente amable debe ser recompensado con una compra. Si a ese claro defecto mío se le añade en la tienda de turno cierta modestia digamos ambiental, la necesidad de dejarme allí algo de dinero resulta ya patéticamente evangélica. Así que ahí estaba yo dejándome el espinazo y los ojos de arriba a abajo de las letradas columnas, buscando con complejo de culpa algún libro que justificase mi más que seguro gasto. Entró algún parroquiano amigo del dueño. Comentaron muy poco discretamente algún chisme del barrio al que presté tanta atención como pude. Para entonces —en eso soy rápido, aunque a veces hay sorpresas— yo había ya descartado la posibilidad de encontrar algo que me interesara realmente: lo bueno era caro y lo malo era muy malo.

De repente se oyó algún grito aislado en el exterior. Luego un silencio. Y en seguida un fragor de mesas y sillas metálicas arrastradas, golpeadas contra el suelo adoquinado. Y más gritos. El librero, el parroquiano y yo salimos a la calle y recorrimos la escasa distancia hasta la plaza. De lo que vimos no hay fotos, pero ocurrió. Una docena de gárgolas de la Lonja se habían desprendido de sus raíces eternas y se arreaban unas a otras con furia antigua haciendo del Collado un circo romano ante un público aterrado. Sus figuras deformes e imposibles se estrellaban una y otra vez contra el suelo haciendo saltar chispas con sus cuerpos de piedra. No parecía haber dos bandos. Eran todas contra todas, en medio de un griterío diabólico. Las dentelladas eran feroces y las que portaban algún instrumento parecían llevar cierta ventaja en la refriega. En la esquina del Lisboa, dos de ellas —cuánto tiempo esperando— fornicaban entre aullidos. Eran la nota de amor entre muchos odios y envidias de siglos.