dilluns, d’octubre 12, 2009

HEART OF DARKNESS





Para Yolanda, por tantas cosas.



Llegamos a Venecia con lo puesto. Los transbordos en Roma es lo que tienen, nos venían a decir los empleados del aeropuerto con cierto desprecio a una capital que no acaban de reconocer como propia. Yo esperaba llegar a Venecia a media tarde, recorrer con asombro el Gran Canal en el vaporetto mientras las siluetas que dejé atrás hace casi veinte años volvían a mis retinas y se fijaban en las tuyas ilusionadas. A cambio de eso tuvimos dos horas de espera y tontos papeleos durante las que agoté mi amplio repertorio de blasfemias y que trajeron el saludable desahogo junto a la ya habitual utilidad: las maletas no aparecieron.

Pero el recorrido nocturno tampoco decepciona precisamente. Impresiona aún más. El contraste de las aguas oscuras y los palacios resalta lo más fascinante de la ciudad: la sensación de irrealidad y ensoñación que te atrapa y que llevarás contigo siempre. Y sobre todo calmó hasta anular mis ansias de venganza aérea. El hotel al final de la Riva degli Schiavoni -parada Arsenale, líneas 1 y 2- costó bastante encontrarlo. Dejar el equipaje más bien poco. Luego la cena nos reconcilió con todo porque estábamos frente a San Giorgio Maggiore y su campanario inolvidable, porque no hay necesidad de prenda o utensilio que pueda hacer la menor sombra a la mejor compañía, porque al fin, a pesar de todo, estábamos en Venecia.

Me desperté viendo cómo el sol golpeaba y doraba aún más la arenisca de una vulgar y escondida fachada supuestamente sin interés pero que no olvidaré nunca. Le rodeaba el cielo azul de las mejores amanecidas. Esas eran las vistas. Pero para mí cifraron todas las bellezas que la ciudad guardaba y que se nos ofrecían sin más límite que dos billetes de vuelta para unos días después.

Contra lo que se pueda pensar, pocas cosas hay más estimulantes que ser peatón en Venecia. Cumplido el gozoso trámite del Florian, de la Piazza, de San Marco o el de la Piazzeta y sus insufribles multitudes, nada como perderse sin rumbo por sus desiertas calles, por las amplias en las que el sol reina en los mediodías o por las que apenas dejan pasar un cuerpo pero permiten volar imaginaciones. Atravesar los incontables puentes, mirar las ventanas siempre diferentes y fantasear vidas posibles en un lugar tan fabuloso como delirante. Asomarse y descansar en los campi, las plazas donde confluyen ciertas calles y en las que los árboles dan testimonio de su extraña vida lacustre.

En Venecia descubres que es allí donde en realidad comienza Oriente. Está en los arabescos de muchas de sus fachadas, en la actitud indolente de sus habitantes, en las cúpulas bulbosas de algunas de sus iglesias, en el aire bizantino de San Marco. Contra el manoseado tópico, es más real la Venecia de los canales que ignora el vaporetto que el esplendor antiguo del Gran Canal y sus palacios. Como aquel remanso con intención de plaza entre dos puentes donde apenas hablamos -no hacía falta- mientras tomábamos una cerveza, detrás de aquella iglesia tan antigua. Cansados y fascinados por todo. Las gafas de sol y el tabaco encima de la mesa. Había enredaderas que asomaban por las tapias, rostros de piedra en el centro de las puertas que daban al agua, envidiados balcones, una serenidad antigua y armoniosa sólo quebrada por alguna pequeña embarcación que rompía la calma de aquel mediodía.

Casi un día después llegaron las maletas, cuando en un bar junto al hotel yo leía una historia que me obsesiona: la de los caballos de San Marco que hechizaron a Napoleón hasta el punto de robarlos. La historia de su origen incierto pero muy antiguo, sus siglos en Constantinopla, su saqueo por los venecianos durante la cuarta cruzada. Y su estampa inquietante sobre la Basílica.

Después tantas y tantas cosas: la Fenice como un templo más, la cena junto al puente del Rialto y la segunda ingesta en aquella calle perdida y secreta, las olas que golpean mansamente los escalones y acunan las tercas algas, la casa de lord Byron, los recuerdos y la música de Brideshead en mi cabeza, los frescos extraños de Santa Maria Gloriosa dei Frari, el Museo Fortuny, el perfil inmortal de la Salute contra el canal, la belleza del Ghetto con sus sinagogas y sus fanáticos, la deseada sobredosis de Veroneses o Tintorettos, la silueta de San Giorgio y la luz tan blanca de su iglesia, el cabeceo constante de las góndolas como caballos inquietos, la Giudecca como asignatura pendiente, el chapoteo inolvidable del vaporetto, el puente de la Accademia y el recuerdo de quien yo fui hace ya demasiado tiempo en una noche en Venecia.

Sin despreciar -por plasmación pura del placer- el cambio de habitación del último día, con las mejores vistas de la ciudad desde la cama y desde un balcón en el que reinaba y reinará por siempre el león de San Marco, o el asalto al hotel Danieli y a su bar, en una noche en la que creímos ser ricos -lo fuimos gloriosa y falsamente por unas horas- mientras no había final para la felicidad o los cócteles y entre los que resultó claramente vencedor el Bellini. Y quienes recauden los intereses de las tarjetas de crédito, claro.

Noble y venerable ciudad que durante sus mil años de historia no tuvo más dueño que el que ella misma se procuraba. Ciudad lasciva, orgullosa, arrogante. Flor hermosa de desolación y decadencia. Frente a las aguas de la laguna, sentados en los escalones de cualquier embarcadero, imaginábamos al Bucentauro, la galera solemne del Dux sobre la que cada año se celebraban los esponsales con el mar, una ceremonia de corte pagano en la que la máxima autoridad entregaba su anillo a las aguas como prueba de fidelidad y unión de la ciudad con el mar por el que llegó todo.

Porque más allá de Vivaldi o Casanova, más allá de Henry James o Proust o Hemingway, o de Guardi o Monteverdi, Venecia representa una metáfora perfecta de lo mejor de la Historia, de la Cultura, del Arte como creación humana. La belleza contra el limo pantanoso que roe incansable sus cimientos. Su esplendor y su inexorable condena. Lo mejor de lo que somos y de cuanto hemos hecho. El tiempo como cuadrícula fugaz sobre la que disfrutar por su mismo valor efímero, la vida como un vaso hondo que apurar hasta las últimas consecuencias elevándola con lo mejor, con lo más alto que tenemos. Y haciendo divisa de los versos de John Keats -otro ilustre enfermo de Italia-, cuando enunció el credo: Belleza es verdad, y verdad es belleza; es todo lo que puedes saber, es todo lo que necesitas saber.

La última noche cenamos frugalmente y después nos despedimos algo melancólicos de las silenciosas aguas. Paseando de vuelta al hotel, por un momento imaginé con una insana y extraña mezcla de atracción y repulsión las oscuras tinieblas fangosas que sustentaban tanta maravilla. Y bastaron tus ojos emocionados y el perfil imborrable de la ciudad para alejar para siempre todo aquello.


4 comentaris:

Comtessa d´Angeville ha dit...

Sobra dir res!!!!

Anònim ha dit...

lo peor de lo horrible de lo lúgubre, lo criminal de escribir así, es que ese viaje ya no es suyo; es de todos.

diafebus

morena ha dit...

fiu fiu!

(enhorabuena por tenerse)

Anònim ha dit...

És preciós, m'he emocionat, Yolanda té molta sort, tinc moltes ganes de vore-vos, b7, Mayte