dimarts, de desembre 15, 2009

ELOGIO DEL CAMINAR


Paseo con mi hija por el centro y los escenarios reproducen estampas o marcos vistos muchas veces. La plaza de toros muestra las luces y la fantasmagoría habitual de estas fechas: las bombillas en secuencias conocidas, los carteles pintados con animales supuestamente exóticos, la estridencia de ciertas músicas.

Observándola mirar, me pregunto cuánto de todo eso quedará en su retina como un paisaje conocido, habitual a la ciudad y a las Navidades. Y cuánta difusa imagen del recuerdo alcanzará el nivel de presencia necesario para formar parte de un pasado que periódicamente se hace presente con cierta moderada alegría, por más que a uno el circo no le guste.

Afortunadamente las calles repiten itinerarios conocidos, comercios que permanecen y otros que cambiaron, horas de la luz o de la oscuridad que son algo más que familiares. Hay en todo eso un aprendizaje manso y lento de las aceras, de las esquinas, una escenografía urbana muy asumida que ni extraña ni sorprende a quien la vive casi a diario, a quien incorpora los cambios y los mezcla con los recuerdos haciendo un todo materialmente indivisible.

Desde Marqués de Sotelo la plaza parece el oasis con palmeras que no es, la finca del Chavo se dispone a contar historias que no sé cuándo me contó mi padre, por ciertas calles ahora a mi espalda paseé sin alcohol ni drogas domingos por la tarde en un estado muy parecido a la felicidad, en esa tienda me acompañó mi madre a comprame mi primer traje, el Lluís Vives continúa siendo el lugar misterioso con promesa de fríos azulejos al que nunca entré, la torre de Sant Agustí sigue marcando como una bandera en el cielo el final y el principio de este barrio.

Enfrente, como culminación del día de fiesta, Laia y yo repetimos entre risas ese ritual ya tan nuestro de los donuts de colores después de comprar los libros, que espero que perdure como un buen y algo difuso recuerdo en su memoria. Y la vuelta a casa caminando hace que vuelvan a mí otros rituales perdidos: el bocadillo en el desaparecido Monterrey a última hora de la tarde del sábado, los camareros como amigos de siempre, las luces y el frío al salir, la textura exacta de la acera de la calle Abadia de Sant Martí, el coche en el aparcamiento de la plaza de la Reina, la vuelta a casa en familia, y la parada casi al doblar la esquina en el quiosco de Paco, cuando mi padre, en aquellos años de su gloriosa pero breve internada progre, compraba Interviú y Cambio 16.