
No creo que todavía esté vivo. Si lo está, será un nonagenario absolutamente gagá y al que yo le deseo metafóricamente lo peor.
Nosotros tendríamos siete años, éramos más simples que una piedra -yo persevero en esa línea- y se nos conocía en conjunto como la clase de 2º C. Él rondaría la jubilación, vestía un eterno traje gris con fino bigotito franquista y se le conocía como don Alfredo. Quizás no era un mal hombre, pero cometió un error fatal, inolvidable e imperdonable.
Pocos días antes de las vacaciones de Navidad, hablábamos en clase de lo que más nos gustaba entre lo inminente. Ya saben: las papanatadas beatíficas, los regalos, la Nochebuena, la Nochevieja... Y entonces algún inconsciente le preguntó a don Alfredo por los Reyes Magos. Se hizo un silencio extraño, y el muy miserable, mientras se frotaba las manos igualito que un Pilatos sin agua -recuerdo ese gesto y las inmediatas palabras con una claridad impropia de esos años- dijo sin darle mayor importancia: "Eso es una bromita que os gastan los padres..."
De aquella clase de cuarenta y tantos casi párvulos sólo cinco o seis -los más listos: fijo que ahora están en política- estaban en el ajo. Al ver confirmado su secreto, nos miraron a los demás con orgullo de ya iniciados -recuerdo algún vacilón "yo ya lo sabía..."- mientras en los demás nacían para quedarse la desolación y las caras de panoli. A mí se me cayó el mundo encima y la cara de panoli aún la llevo.
Tampoco quiero frivolizar. Sé que hay mucha gente a la que le han dado la liquidación, saldo y finiquito de su infancia de modos inmensamente más duros o peores que el mío, y de consecuencias irreparables. Pero tampoco voy a pedir disculpas por haber tenido una niñez razonablemente feliz, y por contar que en aquella clase y en aquel momento empecé a ver el alcance de la farsa. Muchos años después me reconocí en las palabras con voz de ultratumba de Leopoldo María Panero en El Desencanto, esa gran antipelícula: "El colegio es una institución penal donde te enseñan a olvidar la infancia". En mi caso se cumplió a la perfección. Y con fecha de aniversario.
Recorrí el camino de vuelta a casa como sonámbulo, y pedí explicaciones francamente indignado -qué injusto es uno y cuántas veces- a mi madre mientras ella me hacía la merienda. Cuando me confirmó todo aquello, lloré quizás por última vez como un niño. Después llegó mi padre, y cuando se me fue el sofoco y el cabreo, me ofreció algo que siempre le agradeceré: yo haría con él de Rey Mago para mis hermanos pequeños.
Esa tarea se prolongó por unos cuantos años maravillosos, y constaba esencialmente de dos fases. La primera -y la que, gustándome, era la que menos me interesaba- tenía algo de espionaje. Se trataba de trincar las cartas de mis hermanos y por otro lado sonsacarles qué era lo que más ilusión les hacía. Cuando eso estaba claro, mi padre y yo nos íbamos una tarde entera a intentar conseguirlo. Era lo que llamábamos "comprar lo gordo", que no acababa con la compra, sino que luego parte del fandango era esconderlo por la casa convenientemente aprovechando la ausencia de mis hermanos pactada de antemano con mi madre.
La segunda fase era la mejor. La noche de Reyes, después de ver la cabalgata y volver todos paseando a casa entre un ambiente que me sigue pareciendo extraordinario, cenábamos con el nerviosismo habitual -yo algo sobrado; se harán ustedes cargo- y nos acostábamos. Al poco rato, mi padre se asomaba por la habitación que yo compartía con uno de mis hermanos y que ya dormía, y me susurraba: "¡Venga!".
Era la señal. Sin quitarme el pijama, me ponía encima la ropa que casi acababa de quitarme y que había dejado preparada. Entonces cogíamos el coche y nos íbamos al centro. No sé si mi fascinación por la noche arranca de todo aquello. Sé que literalmente yo alucinaba con la profusión ruidosa de gente, los atascos, las calles cortadas al tráfico, los cientos de puestos ambulantes por entre los que nos movíamos, las sombras del Mercado, las gárgolas de la Lonja, los bares, la gente con bolsas en un ambiente plena y sinceramente festivo y alegre. Mi padre siempre intentaba aparcar por allí, y recuerdo aquel coche nuestro -un seat 124 de un terrible color marrón- quedándose por un par de horas en huecos imposibles o aceras maltratadas. Pero nosotros teníamos que hacer como fuera el recorrido que consistía en comprar algo de la quincalla que allí se ofrecía y afortunadamente aún se ofrece. Cuentos para pintar, algún trasto aparente pero barato, y sobre todo los dulces: monedas de chocolate, botellas de champán de chocolate, paquetes de cigarrillos de chocolate, caramelos o gominolas que empezaban su indiscutible reinado por aquellos años. Y carbón dulce, por supuesto: aquellos tochos imposibles de hincarles el diente y que acababan tirándose a la basura un mes o dos después...
Hace ya bastantes años que mi padre se retiró de ese maravilloso recorrido nocturno. Yo sigo haciéndolo y lo haré mientras pueda. Hubieron años en los que, ya todos los de casa en el secreto, se siguieron haciendo las cosas igual. Ahora disfruto como un enano viendo la cara de mi hija en la cabalgata, en la vuelta a casa, en su terror y su ilusión de antes de acostarse, y en la sorpresa soñolienta de su despertar ansioso. Para algo es la mejor fiesta del año.
Yo sigo escapándome a eso de las once. Quedo con amigos que quiero mucho en los alrededores del Mercado. Cenamos en la calle un bocadillo de blanco y negro. Nos tomamos una o dos copas. Disfruto de la noche y me acuerdo de muchas cosas. A eso de las dos, empezamos la retirada y la compra de los dulces. Ya saben: monedas de chocolate, etc, etc. Después, ya en casa, sólo queda inflar los globos con aliento algo alcoholizado, colocarlo todo para que el impacto sea el que yo recuerdo con felicidad extrema y, mientras se hace todo eso, rezar para que Laia no se despierte y se vaya todo al traste. Para algo es la mejor fiesta del año.